Tras once días de conflicto que dejaron un saldo de 230 muertes palestinas y 12 muertes israelíes, Israel y Hamas alcanzaron un cese el fuego sin condiciones previas. Pero el fin de las hostilidades no apaciguó las tensiones en Jerusalén-Este ni en Cisjordania, así como no resolvió las cuestiones de fondo. Mientras no dispongan de un Estado viable y sigan sufriendo la colonización, los palestinos seguirán luchando por sus derechos.
En Palestina, la historia se repite. Regularmente, inexorablemente, despiadadamente. Y es siempre la misma tragedia: una tragedia que se podía anticipar, a tal punto los datos en el terreno son enceguecedores, pero que continúa de sorprender a aquellos que interpretan el silencio de los medios de comunicación como una aceptación de las víctimas. A cada vez, la crisis adopta contornos particulares y toma caminos inéditos, pero se sintetiza en una verdad transparente: la persistencia desde hace décadas de la ocupación israelí, de la negación de los derechos fundamentales del pueblo palestino y de la voluntad de echarlo de sus tierras.
Hace mucho tiempo, luego de la guerra de junio de 1967, el general De Gaulle ya había comprendido lo que iba a suceder: “Israel organiza, en los territorios que tomó, la ocupación, que no puede ocurrir sin opresión, represión, expulsiones; y se manifiesta en su contra una resistencia que, a su vez, califica de terrorismo” (1). Asimismo, declaraba en ocasión del desvío de un avión israelí, en 1969, que no se podían poner en el mismo plano la acción de un grupo clandestino, el Frente Popular para la Liberación de Palestina (FPLP), calificado en ese entonces de “terrorista” y las “represalias” de un Estado como Israel, que, en 1968, había destruido la flota aérea civil libanesa en el aeropuerto de Beirut. Impuso entonces un embargo total sobre las ventas de armas a Tel Aviv. Otra época, otra visión.
Arrogancia ciega
Se inició entonces, en Jerusalén, el capítulo más reciente de esta catástrofe que se repite sin cesar. Los elementos son conocidos: la brutal represión de jóvenes palestinos echados de los espacios públicos de la Puerta de Damasco y de la Explanada de las Mezquitas, en donde celebraban cada noche el final del ayuno del Ramadán. Resultado: más de trescientos heridos; la invasión de esa misma explanada por parte de la policía israelí que no dudó ni en lanzar gases lacrimógenos sobre los fieles ni en tirar balas pretendidamente de goma (2); la expulsión programada de familias enteras del barrio Sheik Jarrah; incursiones, al grito de “muerte a los árabes”, de supremacistas judíos envalentonados por su reciente victoria electoral, obtenida gracias al apoyo del primer ministro Benjamin Netanyahu. Violar el mes sagrado del Ramadán, profanar un santuario del islam, usar la fuerza bruta: muchas voces en Israel denunciaron, a posteriori, los “errores” cometidos.
¿Errores? Más bien una arrogancia ciega y un desprecio por los colonizados. Como señaló un periodista de Cable News Network (CNN), ¿qué podían temer las autoridades, que utilizan “una tecnología que permite seguir los desplazamientos de los teléfonos celulares, drones para vigilar los movimientos dentro y alrededor de la cuidad antigua, así como cientos de cámaras de video-vigilancia”? Más aun cuando se apoyan en “miles de policías armados desplegados para reprimir los disturbios, ayudados por camiones que escupen los que los palestinos llaman ‘el agua de cloaca’, un líquido putrefacto pulverizado sobre los manifestantes, los pasantes, los autos, los negocios y las casas” (3).
No se tuvo en cuenta la determinación de los jóvenes de Jerusalén, que, fuera de toda organización política, se enfrentaron a las fuerzas de represión. Otra “sorpresa”: lo hicieron con el apoyo de sus hermanos y hermanas de las ciudades palestinas de Israel, de Nazaret a Umm al-Fahm, haciendo estallar por los aires el mito de un Estado que trataría a sus ciudadanos de manera igualitaria. Para anticipar estos levantamientos, alcanzaba sin embargo con leer los informes publicados recientemente por dos grandes organizaciones de defensa de los derechos humanos, la israelí B’Tselem y la estadounidense Human Rights Watch. Estos concluyen que el sistema de gobierno en todo el territorio de la Palestina del Mandato, no únicamente en los territorios ocupados, es un sistema de apartheid según la definición establecida por las Naciones Unidas, y que podemos resumir en una frase: en una misma tierra coexisten, a veces a pocos metros unas de otras, poblaciones que no disponen de los mismos derechos, no dependen de las mismas jurisdicciones, no son tratadas de la misma manera (4). Esta disparidad produce los mismos efectos que en Sudáfrica antes de la caída del regimen de apartheid: la insumisión, la revuelta, los disturbios.
En las ciudades en las que son mayoría, los palestinos de Israel sufren la desinversión del Estado, la ausencia de infraestructura, el rechazo de las autoridades a actuar contra la criminalidad; en las ciudades mixtas, son relegados en barrios sobrepoblados, empujados a exiliarse por la presión de la colonización judía, conscientes de que la meta final del gobierno israelí es deshacerse de todos esos “no-judíos”. Un joven palestino de Israel explica su solidaridad con Sheikh Jarrah de este modo: “Lo que sucede en Jerusalén corresponde exactamente a lo que sucede en Jaffa y en Haifa. La sociedad árabe en Israel sufre una expulsión sistemática. Llegamos al punto de ebullición. Nadie se preocupa por saber si podemos seguir existiendo; al contrario. Nos empujan a irnos” (5).
En Lod, una ciudad de 75.000 habitantes, los choques entre judíos y palestinos –que representan un cuarto de la población– fueron particularmente brutales. Estos últimos siguen marcados por la depuración étnica de 1948, cuando los grupos armados sionistas expulsaron manu militari a 70.000 de los suyos (6). El mismo objetivo sigue en pie, aunque se manifieste bajo otras formas: se trata de “terminar el trabajo” empujándolos afuera. Las 8.000 viviendas en construcción están todas reservadas a los judíos y allí, como en Jerusalén o en Cisjordania, es prácticamente imposible para un palestino obtener un permiso de construcción. El hecho de tener un pasaporte israelí no cambia nada.
Jerusalén aun más dividida
El primer acto del actual drama conluyó el 10 de mayo. Las autoridades israelíes debieron retroceder, al menos parcialmente. La juventud palestina retomó el control de las calles; la mezquita de Al Aqsa fue evacuada; la Corte Suprema, que debía ratificar la expulsión de varias familias de Sheikh Jarrah –del mismo modo que apoya regularmente la judaización de Palestina (7)– pospuso de un mes su decisión. Hasta la manifestación prevista para celebrar la “liberación” de la ciudad y de sus lugares santos en 1967 se convirtió en un fiasco. Su itinerario se modificó para esquivar los barrios palestinos, confirmando la división en dos de la “capital unificada y eterna de Israel” y la resiliencia de los palestinos: representan el 40% de la población –aunque la municipalidad sólo les conceda el 10% de su presupuesto (8)–, cuando no eran más que un 25% en 1967.
Ese mismo día, después de haber lanzado un ultimátum exigiendo el retiro de los policías de Jerusalén, Hamas, en el poder en Gaza, lanzaba una salva de cohetes contra las ciudades israelíes, inaugurando un nuevo acto de la revuelta. Fuimos rápidamente testigos del fuego de artillería mediático contra la “organización terrorista”, peón de Irán, cuyo uso de la violencia impediría cualquier solución política. Pero, ¿en qué momento los “períodos de calma” (es decir aquellos periodos en los cuales únicamente se mata a los palestinos, sin que ello llegue nunca a la primera plana de los diarios) llevaron al gobierno de Netanyahu a negociar una paz verdadera? Como recordaba Nelson Mandela en sus Memorias, “es siempre el opresor y no el oprimido, quien determina la forma de la lucha. Si el opresor utiliza la violencia, el oprimido no tendrá otra opción más que responder con violencia” (9).
“Doctrina terrorista”
Ni el carácter violento de Hamas ni su etiqueta de movimiento “terrorista” le impidieron por otra parte a Netanyahu convertirlo en su interlocutor privilegiado en varias ocasiones desde su primer acceso al cargo de Primer Ministro, en 1996, para debilitar a la Autoridad Palestina. Esperaba así fragmentar la causa palestina entre Gaza y Ramallah –lo que le permitía, además, explicar que, ¡no se podía negociar con palestinos divididos! Fue su gobierno el que autorizó la transferencia de cientos de millones de dólares de Qatar a Gaza para restaurar parcialmente el territorio, bajo bloqueo desde 2007 y devastado durante la guerra de 2014 (10). Nadie duda de que una parte de ese dinero le permitió a Hamas, con la ayuda de Irán y del Hezbollah libanés, reconstituir y desarrollar su arsenal militar y su capacidad de combate.
El ejercito israelí, convencido de haber dado a la vez un golpe mortal a Hamas en el curso de su ofensiva de 2014 y de haber “comprado la paz” por un puñado de dólares, se dejó sorprender por su entrada en la batalla de Jerusalén –una prueba adicional de su arrogancia y de su incapacidad para comprender la “mentalidad de los colonizados”–. Todos los palestinos, sean musulmanes o cristianos, consideran a Jerusalén como el corazón de su identidad. Fotografías o pinturas de la ciudad, a veces incluso maquetas de la mezquita de Al Aqsa adornan sus casas. La amplitud del movimiento en torno a Sheikh Jarrah, que se extendió hasta los palestinos de Israel, llevó a Hamas a meterse en la batalla, máxime considerando que las perspectivas de algún avance político habían sido bloqueadas por la decisión del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas, de posponer las elecciones legislativas y presidencial; una decisión motivada por el temor a ser desaprobado por el voto popular y por el rechazo de Israel a permitir que el escrutinio se lleve a cabo en Jerusalén-Este.
Al involucrarse, Hamas contribuyó a reunificar los palestinos: aquellos de la Palestina del Mandato, aquellos de los campos de refugiados, pero también aquellos que viven dispersos a través del mundo. Testigo de ello es la huelga general en la que participaron tanto los palestinos de Jerusalén, los de los territorios ocupados y los de Israel, el 18 de mayo –una primera en más de treinta años–. Este éxito se obtuvo a pesar de las persistentes divisiones políticas, tanto entre Hamas y la Autoridad Palestina como al interior mismo de Fatah. Estas divisiones pesarán en la manera en que los palestinos podrán consolidar sus logros.
En el plano militar, el ejército israelí hizo lo que sabe hacer: aplicó la doctrina del General Gabi Eizenkot, elaborada tras la guerra contra el Líbano de 2006. Llamada “doctrina Dahiya”, por el nombre del barrio del sur de Beirut donde estaban situadas las oficinas de Hezbollah, ésta preconiza una respuesta desproporcionada y “represalias” contra las zonas civiles que puedan servir como bases para el enemigo. Ningún otro ejército en el mundo se animó a formular abiertamente tal “doctrina terrorista” –aun cuando, evidentemente, muchos de ellos no dudan en ponerla en práctica, sean los estadounidenses en Irak o los rusos en Chechenia–. El ejército israelí dispone además de un pretexto ideal: como Hamas controla Gaza desde 2007, cualquier oficina encargada de los impuestos, de la educación o de la ayuda social puede ser calificada como un blanco legítimo. El balance es terrible: más de 230 palestinos muertos, entre los cuales unos sesenta niños; 1.800 heridos; seiscientas casas y una decena de rascacielos completamente destruidos; centros médicos, universidades, estaciones eléctricas golpeados. Un resultado al que seguramente le prestará atención la Corte Penal Internacional, que incluyó a la situación en Palestina en su agenda.
El desarrollo de Hamas
¿Todo esto para qué? Es “la operación más fallida y más inútil de Israel en Gaza”, denuncia Aluf Benn, jefe de redacción del diario israelí Haaretz. No sólo el ejército no anticipó nada –un ejército que se glorifica tras cada nuevo round de haber “erradicado las organizaciones terroristas y su infraestructura”–, sino que además “no tiene la menor idea de cómo paralizar a Hamas y desestabilizarlo. Destruir sus túneles con bombas poderosas […] no le hizo ningún daño serio a las capacidades de combate del enemigo” (11). Más grave aun, si bien la “Cúpula de Hierro”, el dispositivo de interceptación de cohetes, permitió limitar a doce el número de muertos entre los habitantes de las ciudades israelíes, no impidió la conmoción de su vida cotidiana, ya que estuvieron obligados a ponerse a salvo en refugios, tanto en Tel Aviv como en Jerusalén. Los cohetes y misiles cambian la ecuación: de ahora en más, ninguna ciudad de Israel está a salvo –ya se había comprobado durante la guerra llevada a cabo contra Hezbollah en 2006–. Y es posible imaginar el día de mañana una guerra en varios frentes: Gaza y el Líbano, e incluso Yemen, donde los hutistas, que disponen de una significativa capacidad de fuego con misiles –utilizados en respuesta a los bombardeos sauditas–, amenazaron con usarlos contra Israel. Ya en el curso de la guerra de 2014, los observadores habían notado el creciente desempeño militar de Hamas; siguió aumentando en el rubro balístico. “El número de altos dirigentes de Hamas que el ejército israelí mató demuestra que no se trata de una ‘organización efímera’, como pretenden muchos analistas –observa Zvi Bar’el en Haaretz–. Algunos de estos hombres ocupaban puestos impresionantes –comandante de la brigada de la ciudad de Gaza, jefe de la unidad cibernética y del desarrollo de misiles, jefe del departamento de proyectos y de desarrollo, jefe del departamento de ingeniería, comandante del departamento técnico de inteligencia militar y jefe de producción de equipos industriales. Se trata de un ejército con un presupuesto, jerarquizado y organizado, cuyos miembros poseen el grado de formación y el conocimiento necesarios para manejar la infraestructura, tanto para la supervivencia como para las ofensivas” (12). Asesinar a algunos cuadros de Hamas no cambiará nada: una nueva generación de militantes sale ya de los escombros, motivada por una ira aun más inextinguible contra el “enemigo israelí”.
Esta ira no se limita a los palestinos. La movilización en su favor en el mundo árabe no había tenido semejante amplitud desde la Segunda Intifada (2000-2005). Cientos de miles de personas desfilaron en Yemen y en Irak –resulta irónico recordar que uno de los objetivos de la guerra estadounidense de 2003 era favorecer el establecimiento de relaciones diplomáticas entre Bagdad y Tel Aviv–. También se llevaron a cabo manifestaciones en el Líbano, en Jordania, en Kuwait, en Qatar, en Sudán y en Marruecos. La cuestión palestina, lejos de haber sido marginada por los Acuerdos de Abraham firmados por Israel, Emiratos Árabes Unidos y Bahrein (13), sigue en el corazón de la identidad árabe. Las esperanzas de “normalización” con Arabia Saudita o Mauritania sufrieron un golpe (¿provisorio?). Incluso en Egipto, la ira se expresó en las redes sociales pero también en la prensa oficial. Y el tuit en favor de los palestinos de Mohamed Salah, el célebre delantero de fútbol que juega en el Liverpool F.C., fue viralizado.
Relegada al segundo plano por los diplomáticos occidentales, Palestina volvió a estar en el centro de los debates. Ninguna otra causa, desde la lucha contra el apartheid en Sudáfrica, suscita tal impulso de solidaridad a través del mundo, de América Latina a Africa. Incluso en Estados Unidos, varios demócratas electos tomaron posición contra la embarazosa complicidad de Joseph Biden, con palabras que no tenían cabida hasta entonces.
La palabra “apartheid” se extiende
Varias personalidades de la izquierda estadounidense no dudan ya en emplear términos como “ocupación”, “apartheid” o “etno-nacionalismo”. Así, Alexandria Ocasio-Cortez, electa en la Cámara de Representantes por el estado de Nueva York, declaraba el 13 de mayo en Twitter: “Al intervenir unicamente para mencionar las acciones de Hamas –que son condenables– y negarse a reconocer los derechos de los palestinos, Biden refuerza la falsa idea de que son los palestinos quienes instigaron este ciclo de violencias. No es un lenguaje neutral. Toma partido por un bando, el bando de la ocupación”. La noche anterior, Ocasio-Cortez había formado parte de los veinticinco demócratas electos que le pidieron al secretario de Estado Antony Blinken ejercer presión sobre el gobierno israelí para impedir la expulsión de cerca de dos mil palestinos de Jerusalén-Este. “Debemos defender los derechos humanos en todas partes”, tuiteaba una de las firmantes, Marie Newman. En cambio, en Europa, y particularmente en Francia, asistimos –a pesar de las movilizaciones a favor de Palestina– a una alineación a Israel y a su discurso de “guerra contra el terrorismo” o de “legítima defensa”.
¿Durará el cese el fuego que entró en vigencia el 21 de mayo? ¿Qué pasará con las familias amenazadas de expulsión de Sheikh Jarrah? ¿Sobrevivirá la Autoridad Palestina a su fracaso político? Seguramente no hemos presenciado el último acto de la obra que se acaba de desarrollar. Los palestinos, más allá de su lugar de residencia, mostraron una vez más su determinación por no desaparecer del mapa diplomático y geográfico. ¿Habrá que esperar la próxima crisis, con su cortejo de destrucciones, muertes y sufrimientos para tomar consciencia de ello?
En 1973, luego del fracaso de sus tentativas de recuperar por la vía diplomática sus territorios perdidos en 1967, Egipto y Siria desencadenaron la guerra de Octubre contra Israel. Interrogado sobre esta “agresión”, Michel Jobert, ministro de Relaciones Exteriores francés, contestó: “Acaso intentar volver a poner los pies en su casa es un acto de agresión?”. ¿Intentar hacer valer sus derechos es un acto de agresión?
*Alain Gresh es periodista y director de Orient XXI y Afrique XXI. Este artículo fue publicado originalmente en Le Monde Diplomatique, medio aliado que ha otorgado la autorización para la republicación del artículo del señor Gresh.
Traducción: Micaela Houston