La represión no se detiene; solo cambia de dirección

Hay una forma de violencia que no explota. No lanza cohetes ni deja escombros en cámara lenta. Es una violencia hecha de esperas interminables, de puertas que no se abren, de caminos que antes eran libres y hoy son solo para otros. Una violencia de controles, muros y papeles que deciden quién puede cruzar y quién debe esperar. En Palestina, esa violencia se llama ocupación. Y en Nablus, estos días, se llama encierro.

A la fecha, mientras las conversaciones internacionales aún debaten los restos del alto al fuego con Gaza, las fuerzas israelíes cierran los accesos a la ciudad palestina. Puestos de control sellados, vehículos detenidos durante horas. Un claro ejemplo es Nablus, la ciudad palestina ubicada al norte de Cisjordania, situada a unos 49 km al norte de Jerusalén. Sus montañas que una vez fueron su escudo natural, hoy actúan como parte del cerco. No porque hayan cambiado, sino porque ahora son vigiladas. Cada entrada y salida está custodiada, cada carretera puede cerrarse en un instante.

Desde principios de año, los controles militares israelíes han crecido como maleza. Más de una decena de nuevos bloqueos han sido instalados en toda Cisjordania, y en Nablus, cada acceso parece una trampa. El puesto de ‘Awarta, el de al-Muraba’ah, el de Sarra: todos operan bajo la lógica del retén permanente. Nadie cruza sin mostrar papeles. Nadie se mueve sin autorización. En Nablus, la libertad de tránsito es un recuerdo, no un derecho.

Ahora Nablus no es solo una ciudad más. Es un espejo donde se refleja lo que sucede, con variaciones, en casi toda la Ribera Occidental: un territorio fragmentado, rodeado por casi 900 puntos de control, en el que los habitantes se mueven, si es que pueden, dentro de una jaula de puertas invisibles. Desde enero, se han instalado al menos 18 nuevas barreras. Desde octubre de 2023, 146 más. La ocupación ya no necesita avanzar; solo necesita apretar.

Las carreteras que cruzan montañas están divididas entre quienes pueden usarlas y quienes no. Las aldeas, aisladas entre sí, se convierten en islas internas. La estrategia es clara y sostenida: evitar que la Palestina geográfica sea también una Palestina conectada. Separar para dominar. Cortar la continuidad para debilitar la resistencia.

Una represión naturalizada

Los controles militares no son excepcionales. Son parte de la rutina. No hay sirenas, pero sí la presencia constante del hombre que porta el uniforme, el arma, y el dedo que señala quién puede avanzar. Esta forma de represión no busca necesariamente castigar a un individuo, sino recordarle que no tiene soberanía sobre su territorio, ni siquiera sobre su tiempo.

Y mientras los soldados imponen sus criterios en los cruces, en las colinas cercanas los colonos avanzan con otro tipo de armas: queman, amedrentan y atacan. La violencia de los colonos no es espontánea, ni descontrolada. Es parte de un mismo guion: desalojar mediante el miedo, reemplazar mediante la fuerza. Donde antes había comunidades palestinas, hoy hay puestos avanzados que se convertirán, tarde o temprano, en asentamientos permanentes.

Viviendo entre barreras

La ocupación no necesita balas para doler. A veces basta con no dejar pasar. Y eso, en ciudades como Nablus, se ha vuelto la norma. La gran pregunta no es por qué se cerró un puesto de control más, sino por qué el mundo aprendió a ver estas noticias como rutina, como una parte más del conflicto, como si el encierro fuera una forma aceptable de vivir.

La represión en Palestina no siempre tiene forma de guerra, pero siempre tiene forma de encierro. Y si algo enseña la historia de este lugar, es que ningún pueblo acepta para siempre vivir detrás de un muro, ya sea físico o administrativo. El asedio no pacífica. Solo demora la explosión.

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