Israel está perpetrando un genocidio hacia el pueblo palestino en Gaza. Esto es un hecho que la CIJ considera plausible en términos de la responsabilidad penal internacional del estado de Israel. A su vez, una abrumadora cantidad de organismos internacionales de derechos humanos lo afirman categóricamente. Por dar sólo algunos ejemplos relevantes, tenemos a: Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Naciones Unidas, entre otros. Junto a lo anterior, tenemos miles de testimonios de periodistas, víctimas de tortura y maltrato por parte de las fuerzas israelíes, además de evidencia producida por los mismos soldados del IDF, quienes posan orgullosos frente a la destrucción de Gaza.
La cantidad de material es abrumador y, además, profundamente doloroso: las imágenes de padres despidiendo a partes de sus hijos (esto implica que los bombardeos indiscriminados de Israel han arrasado con los cuerpos de las víctimas, lo que hace más difícil su identificación y sepultura); cuerpos de niños desmembrados; cabezas y otras partes del cuerpo botadas por las calles; perros comiendo cadáveres de… ¡personas! El olor a carne quemada que se siente en Gaza, según los testigos de los hechos, es constante. Los genocidios antes eran muy difíciles de documentar. Ahora, el genocidio palestino está siendo mostrado en tiempo real, y por muchas fuentes. La cantidad de víctimas es mucho mayor de las cifras oficiales,dado que existen un número indeterminados de desaparecidos detrás de las ruinas de los edificios. Las infancias en Gaza se encuentran rotas.
Frente a este escenario, ¿qué puede decir la ética? Por de pronto, la ética ha desarrollado un conjunto de ideas fundamentales para la construcción del derecho internacional humanitario, a través de la teoría de la guerra justa. Sin embargo, este cuerpo teórico no ha sido pensado para circunstancias como las vividas. Si bien ya el filósofo Jeff McMahan ha descrito brillantemente por qué la “guerra” de Israel contra Hamás no cumple con los requisitos de una guerra justa, aquí estamos frente a una situación en la cual la guerra (en la que se cuentan diversas partes beligerantes) se transforma en un aniquilamiento unilateral de una parte frente a otra que no tiene posibilidades reales de uan defensa proporcional.
A lo anterior, se suma un ánimo o intencionalidad de eliminación de un grupo poblacional que tiene características definidas: el árabe musulmán. El sentido de este ánimo genocida radica en diversas teorías perversas que animan al establishment israelí junto a grupos sionistas estadounidenses. Por ejemplo, Betar US, un grupo sionista radical a una lista de nombres que incluía a cientos de bebés palestinos asesinados en el enclave, diciendo: “No es suficiente. ¡Exigimos sangre en Gaza!”.
Evidentemente, el genocidio en Gaza es un caso de maldad insondable. Estamos frente tanto a actos profundamente perversos, como también frente a personas perversas. De acuerdo con la ética de la virtud, las disposiciones del carácter (éthos) constituyen una segunda naturaleza (héxis), la que, a su vez, será buena o mala según la persona haya cultivado un carácter vicioso o virtuoso.
En este sentido, una persona viciosa será, claramente, una persona mala, mientras que una persona virtuosa, será una buena persona.Algunos dicen – y, en cierto modo, tienen razón – de que la ética no tiene que ver con “apuntar con el dedo”. Eso es correcto en la mayoría de los casos, pero no en todos. Cuando estamos frente a casos de maldad radical, es necesario apuntar con el dedo. La ética, en cuanto filosofía moral, tiene las herramientas para hacerlo: una ética de la virtud puede indicarnos cuándo estamos frente a personas que son buenas porque incorporan virtudes como segunda naturaleza, o bien, cuando estamos frente a personas malas, que han incorporado, al decir de Aristóteles, hábitos selectivos – en este caso, de carácter vicioso – en su naturaleza. Y cuando el mal es tan radical como para buscar y promover la muerte de miles de personas, estamos frente a una persona perversa. Quienes están llevando a cabo este genocidio son personas de esa clase.
La perversidad frente a la que estamos no es sólo la de los perpetradores. Es también de las creencias morales de quienes apoyan el genocidio y la muerte de inocentes. Ellos también son perversos, aunque en un menor grado frente a quienes, debido a estas creencias perversas, le dan existencia a través de actos genocidas. El caso de los sionistas extremos de Betar US es un claro ejemplo. Cuando existen personas que niegan sistemáticamente la dignidad de grupos enteros de personas en virtud de su condición étnica, nacional o de otra clase, están yendo en contra de ideas fundamentales que han constituido un logro no sólo político y jurídico, sino también filosófico, en torno a la idea de dignidad humana.
Si bien los autores pueden discrepar respecto de la atribución de estatus moral de diverso tipo de entidades, incluyendo individuos humanos, la eliminación sistemática de grupos enteros de personas no está incorporada dentro de estas excepciones al estatus moral. Ningún autor diría que un niño o una mujer adulta no tendrían estatus moral simplemente por su condición de ser palestinos (o en virtud de cualquier otra condición). Esto atentaría, no sólo contra la idea de estatus moral, usualmente identificado con la dignidad humana, sino también contra principios fundamentales de justicia y los derechos fundamentales de la población palestina.
Muchas de estas personas que poseen creencias morales perversas, e incluso, muchos de los soldados del IDF que han cometido actos genocidas, se pasean libremente por los países del “occidente civilizado”, como miembros privilegiados de la comunidad internacional. Esta comunidad, que en esencia es colonialista (y a la que algunos países que otrora fueron colonias se han unido en virtud de un nivel de vida cercano a los de los países “desarrollados”) guarda, salvo excepciones honrosas, un silencio cómplice. Y aun cuando muchos países han elevado sus reclamos y expresado sus condenas al genocidio perpetrado por Israel, esto no se ha concretado en políticas económicas o diplomáticas contra dicho estado. De este modo, la evaluación moral del hecho perpetrado, evidentemente criminal y perverso, y en virtud de evidencia abrumadora, no mueve a la élite de los países críticos a manifestarse con claridad en contra del genocidio. De este modo, las decisiones políticas se mueven, no por principios (como debería ser en estos casos en los cuales se viola sistemáticamente la dignidad de miles de personas) sino por intereses.
Finalmente, hay quienes dicen: juzgamos ideas, no personas. Pero, cuando se trata de actos lesivos de la dignidad humana más básica, ¿es moralmente aceptable sólo quedarse en un juicio a las ideas? ¿No será moralmente obligatorio ponerse del lado de la víctima de manera clara y sin titubeos? Por de pronto, si una persona tiene ideas perversas, es factible mostrar el carácter perverso de esas ideas, y acto seguido, con implacable lógica, pensar que, al menos, personas con ideas perversas no son dignas de confianza. Es cierto que, en muchos casos, las ideas perversas son casos de ignorancia invencible.
Muchas personas que, por ejemplo, apoyan dictaduras sangrientas, se encuentran en esta posición. Sin embargo, no parece ser el caso de quienes han tenido una impecable trayectoria académica, y que, teniendo todas las opciones para ilustrarse y perfeccionar su intelecto, estén en situación de ignorancia invencible. Todo indica que estas personas – nuevamente, personas indignas de toda confianza – son responsables de sus ideas perversas.