Ecos de Pascua y primavera en Palestina: Símbolos de esperanza florecen entre ruinas

“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.” — Libro de Mateo 5:6

Era primavera en la Tierra Santa, cuando las colinas de Judea se vestían de los aromas de las flores, y las piedras antiguas de Jerusalén susurraban los nombres de ancestrales profetas al viento. Entre los suspiros del tiempo, un joven galileo montado sobre un asno descendía por los caminos polvorientos del Monte de los Olivos. No llevaba espada ni corona de oro, sino una voz que desarmaba imperios y unas manos que curaban sin pedir nada a cambio.

“¡Hosanna!”, gritaban desde la multitud, extendiendo ramas de palma, vistiendo sus humildes ropajes al paso de Jesús de Nazaret. No sabían que a ese eco se sumarían siglos después millones de voces, en iglesias desde Belén, en la actual Cisjordania Ocupada, hasta San Salvador, mi tierra natal. En ese día, la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, nacía no solo un símbolo cristiano, sino también un sentimiento arraigado en la tierra misma: Palestina, suelo de lo divino y lo humano.

Hoy, dos mil años después, las piedras siguen allí. Pero los caminos están divididos por muros, los olivos mutilados por la maquinaria de la ocupación, y los hijos de esa tierra, cristianos y musulmanes, caminan entre ruinas con la dignidad del que ha heredado la cruz sin buscarla. La transición de Usbu al-Alam1 a la Pascua en Palestina ya no es solo un recuerdo sagrado, es también un testimonio de resistencia porque el pasar de las procesiones entre calles militarizadas, rezos en iglesias rodeadas de soldados, recuerda esa fe que florece con la estación por aquella justicia que aún no ha llegado.

Sin embargo, a pesar del dolor, la primavera llega. Como si el alma de la tierra no se rindiera, los almendros se atreven a florecer en los márgenes de los caminos, las amapolas brotan en los valles heridos y los limoneros esparcen su fragancia como un acto de resistencia silenciosa. Es una primavera que no ignora el mal sabor de un conflicto, pero que lo abraza con la terquedad de entender que en las pequeñas cosas también hay pizcas de alegría. En Palestina, la primavera es también un crisol de sentimientos, sueños y anhelos.

¡Y es ahí cuando llega la Pascua! El tiempo donde el silencio del Gólgota se transforma en canto. Donde la muerte se sustituye por esperanza. Es el cruce invisible entre la solemnidad de la Semana Santa y la promesa de la Resurrección. En otros lugares, las familias se reúnen alrededor de mesas llenas, esconden huevos pintados en los jardines, y los niños ríen mientras siguen al famoso conejillo de Pascua entre arbustos y florales.

Allí, en Palestina, no hay jardines abiertos, pero hay patios pequeños con tierra fértil. No hay conejillos de chocolate en supermercados para esa minoría cristiana, pero hay padres que, con lo poco que tienen, pintan huevos de colores y los esconden entre macetas agrietadas, solo para sacar esa sonrisa de los más pequeños. Ese conejillo de Pascua que en otras tierras trae dulces, aquí trae símbolos: una caricia en medio del dolor, un juego en medio del luto, un suspiro de infancia en un territorio que tantas veces ha querido arrebatársela.

En Gaza, donde las flores apenas logran brotar entre los escombros, la Pascua se vuelve un susurro de ilusión. Hace un tiempo habría madres que hornearían ma’amoul2, pero ahora los pocos cristianos que quedan celebran la Resurrección sin electricidad.

El mundo celebra la Pascua sin recordar que el Verbo se hizo carne en una lengua semítica, en aldeas humildes, entre abuelas que tejían sueños en lana de oveja. Occidente ha cantado aleluyas, ha encendido sus cirios, ha cubierto los altares con linos costosos, las procesiones han recorrido avenidas con decenas de santos, estatuas con trajes bordados en oro, opulencia, incienso y cánticos. Pero pocos recuerdan, o prefieren no recordar, que donde todo comenzó, ha habido un silencio abismal, un canto tenue, una lágrima por cada silla vacía en mitad de una misa. 

Sin embargo, por mucha incomodidad que cause mi discurso, me aferro a mis raíces y narrativa: Jesús era palestino. No por ideología, sino por geografía, cultura y sangre. Hablaba arameo entre los olivos de Galilea, caminaba por los senderos y ciudades que aún hoy siguen allí, pero en la actualidad no están sitiadas bajo el yugo romano, sino el del muro, el del checkpoint, el de la ocupación.

En pleno año 2025, se vive otra Pascua

En vez de dulces melodías, han sonado sirenas, más de lo que cualquier oído quisiera escuchar y los palestinos cristianos, herederos directos de aquella fe encarnada, celebran bajo vigilancia, con permisos temporales, rodeados de soldados y tanquetas, tras vallas electrificadas, sufriendo desalojos, sobreviviendo bombardeos. El Gólgota ya no es una colina lejana, es cada barrio demolido, cada familia que llora, cada iglesia vacía de peregrinos.

Y mientras tanto, en catedrales del mundo, se canta la Resurrección sin recordar la cruz diaria de quienes aún viven donde un día su fe dio inicio. ¿Cómo celebrar al Cristo sin mirar su patria? ¿Cómo transmitir su mensaje sin escuchar a su pueblo?

El cristianismo no nació en Roma, en París o Sevilla: nació en Palestina, entre campesinos, pescadores y tejedoras de esperanza. El primer aleluya brotó desde una tumba vacía en Jerusalén, no desde mármol europeo. Pese a ello, ha habido muchos que han blanqueado el moreno del rostro de Jesús, han silenciado el acento de sus parábolas, y han apartado la mirada del sufrimiento de la Tierra Santa.

Es por ello que me doy a la tarea de llevar en el corazón esas palabras que al-Masih3 plasmó en Juan 13:34:
“Un mandamiento nuevo les doy: Que se amen unos a otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes unos a otros.”

Pese a que no soy practicante ni creyente de ninguna religión, considero que, siendo originario de una familia palestina cristiana, el cristianismo no es solo herencia teológica, sino también un legado cultural, humano y geográfico que brota desde el alma herida de un pueblo aún crucificado. Y es deber de quienes ven en el cristianismo la fuente de toda virtud mostrar la mínima empatía, ya que todas las vidas valen de igual manera.

La Pascua, entonces, no puede ser solo memoria litúrgica, debe ser una denuncia, una llamada a recordar que la tierra de Jesús sigue sangrando, y que su pueblo, los cristianos palestinos, que cada día hay menos, son testigos vivos de una fe que no se rinde, sino que se consolida y se vuelve más fuerte.

Y así, entre sombras de ocupación y luces de resurrección, Palestina canta:
“Hosanna en las alturas”4, porque aún en el dolor, el amor no ha sido vencido.
Y porque mientras florezca una amapola, mientras un niño esconda un huevo pintado detrás de un tiesto roto, mientras haya primavera en Palestina, habrá también esperanza.

Glosario
  1. Traducción al árabe de Semana Santa ↩︎
  2. Dulce relleno de dátiles y frutos secos, que representa la corona de espinas que llevaba Jesús en su cabeza.
    ↩︎
  3. Traducción al árabe de “Mesías”. ↩︎
  4. En referencia al pasaje del Libro de Mateo 21:9, cuando Jesús entraba triunfal en Jerusalén. ↩︎
Moisés Saca, 
Defensor de una historia, heredero de una causa.
Málaga, España.

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